martes, 16 de marzo de 2010

Jonás

Por Ernesto de la Fuente


ADVERTENCIA: Esto es solamente una ficción, de cómo podrían haber sucedido ciertos hechos históricos, de los cuales hemos oído hablar muchas veces, pero que siempre han sido una incógnita para nuestra plena comprensión y aceptación. No creemos que los personajes históricos hayan sido todos tontos graves, así es que nos permitimos ciertas licencias, con las cuales no pretendemos ofender a nadie.


Si Jonás hijo de Amitai, hubiera nacido en nuestros días, en vez de hacerlo en el siglo VIII A. de C, sólo habría tenido dos posibilidades.

En caso de que su familia hubiese sido de bajos ingresos y vivido en una población, Jonás estaría en un loquerío, sedado constantemente con Diazepan.

Si por el contrario, hubiera vivido en la Dehesa y tenido familiares metidos en la política, gozaría de su propio analista, quien lo interrogaría dos veces a la semana.

El problema que tenía don Jonás es que escuchaba voces.

Sí..., voces que generalmente provenían del lado derecho de su cabeza y que lo mandaba a hacer cosas.

En un principio no le dio mucha importancia y procuró no hacerles caso, pero después descubrió que eso era para peor, ya que si no realizaba lo que las voces le pedían, estas seguían repitiendo y repitiendo, hasta casi volverlo loco.

Jonás era por naturaleza bastante pulcro, le gustaba que las cosas estuvieran bien hechas y que no existieran errores. En su relación con Jehová era obsesivo; todo tenía que ser perfecto, aunque tenía una crítica: Jehová no era lo suficientemente enérgico.

Existía toda suerte de mortales que hacían lo que se les antojaba, y Jehová a veces los castigaba y a veces no. Además muchos se arrepentían y Jehová los perdonaba. ¡Así nunca iban a escarmentar! ¿Por qué Jehová no mostraba de una vez por todas su poder y achicharraba a esos pecadores? ¡Eso es lo que hacía falta!

Aún permanecía soltero, no porque no le gustaran las mujeres. Todo lo contrario, pero se alejaba con muchas dificultades de las tentaciones de la carne, porque sabía que eso sólo lo conduciría derecho al infierno, o si no, por lo menos al purgatorio.

Respecto a las voces, justamente había comenzado a escucharlas el día siguiente a su visita a Zobeida, hija de Aben Ahir.

Esa noche había estado bebiendo un vino griego bastante regular en casa de Ahir, y al volver a su casa, recordaba vagamente haber dormido mal. Bueno, no era para menos; el vino, el recuerdo de Zobeida con esos labios, esas caderas, esas... ¡No!, No debía pecar. Ni siquiera con el pensamiento.

Debería contraer matrimonio en el Templo... Pero las mujeres eran tan desordenadas... Era tan difícil encontrar una verdadera dueña de casa, como lo había sido su santa madre...

Recordaba que esa noche había tenido sueños, algunos bastante impropios, pero otros extraños.

Incluso tenía un vago y ridículo recuerdo de haber estado tendido de espaldas sobre una mesa; que un pequeño sol lo iluminaba desde el techo y unos fulanos de túnicas blancas le intruseaban la oreja derecha. ¡Qué ridículo!

Si hubiera tenido algunos sestecios de más, habría ido donde el agorero Dus Suel, para que los interpretara, pero pensándolo mejor, tal vez eso también podría ser mal visto a los ojos de su Dios.

Durante el mes, o mes y medio que llevaba escuchando las voces, se había dado cuenta de algunos fenómenos.

Una vez que limpiaba su espada, y teniéndola cerca de su cara y con la punta hacia arriba, había aparecido la voz, pero mucho más estruendosa. También, algunas noches atrás, desesperado al oír durante más de una hora la misma letanía, había sumergido su cabeza en el barril con agua donde guardaba las aceitunas y ¡Oh milagro! La voz había desaparecido.

El problema era que tenía que respirar.

Desgraciadamente, parece que ahora el caso se estaba agravando, porque no era la voz de costumbre que a cada rato repetía:

—Hola, Jonás, ¿Me estás escuchando?... Hola... Hola... 1, 2, 3... Jonás, Jonás.

Ahora era una voz mucho más grave. Sí, tal vez Jehová en persona que lo llamaba:

—Jonás, hijo mío: anda a Nínive, y proclama que su maldad ha subido hasta mí.

Jonás pensaba, y más de una vez lo había manifestado, que si Jehová tenía tanto poder, por qué no mandaba un rayo o algunos barriles de aceite hirviendo y los derramaba sobre los lomos de esos desobedientes asirios, en vez de estar requiriendo los servicios de este humilde servidor.

¿Qué iba a hacer él en Nínive? Además, sólo.

—Jonás hijo mío, levántate, ve a Nínive y pregona contra ella.

Sabido era que esos asirios de Nínive eran unos disipados, pero ¡irían a hacer algún caso de su pregón?

No fuera a acontecer como la última vez que se le ocurrió llamarle la atención a un filisteo por tener enredos con su cuñada. Todavía le dolía el cuerpo por la sarta de palos que había recibido. ¡Qué absurda manera de reaccionar tenían algunas personas!

Pero las voces seguían.

Dentro de su ignorancia, el pobre judío creyó que si se alejaba, Dios no se daría cuenta, y que tal vez buscaría a otro profeta que viviera más cerca de Nínive.

¡Tate!, pensó. Me cambio el look, me compro un sombrero grande (Dios siempre vigila desde arriba...), me voy a Jope, y allí saco pasaje en algún navío que vaya a Tarsis donde vive mi tía Yael, y me quedo con ella hasta que a Jehová se le olvide el asunto de Nínive.

Partió a medianoche para que nadie se diera cuenta, y llegó de madrugada a Jope. Allí no le costó mucho encontrar una barca de propiedad de un fenicio y de su hijo, que iban a Tarsis.

El viaje comenzó como a las 9 de la mañana «para aprovechar el viento», como dijo Teodoro el fenicio. Como a las 11 y media el viento había doblado su intensidad y la barca volaba.

Lo malo era que, al mismo tiempo el mar se había encrespado, y la dichosa barca subía y bajaba.

Jonás, no acostumbrado a estos avatares, comenzó a sentirse mal y a adquirir un tono verdoso. Para colmo de males, se le ocurrió bajar al interior de la nave, lugar donde sus padecimientos aumentaron, acrecentados por el intenso olor a oveja que había en las bodegas.

El pobre Jonás se sentía miserable.

Poco a poco el vendaval se fue transformando en tormenta y los pasajeros comenzaron a temer por sus vidas, y los fenicios por su barca.

Cada uno rezaba a sus dioses, menos el pobre Jonás que encerrado en la cala y mareado hasta los tuétanos, no podía evocar a Jehová, ya que justamente de Él estaba arrancando.

Los rezos aumentaban, pero el temporal también, lo que hizo entrar en sospechas a más de algún marinero.

¡No fuera a ser cosa que el dios de ese hombre verde de sombrero inmenso, que está abajo, fuera el causante de todo este estropicio! ¿Por qué no rezaba?

El hijo de Teodoro no aguantó más y bajó a buscarlo:

—¿Qué tienes dormilón? Levántate y clama a tu Dios; quizá el tendrá compasión de nosotros, y no pereceremos.

Jonás no atinaba a decir nada, sólo vomitaba.

—¿Qué oficio tienes, y de donde vienes? ¿Cuál es tu tierra, y de qué pueblo eres?

—Soy hebreo y guuaaaa... ¡ay!... Temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra... ¡ay!... ¡ay!... guuuaaaaaaaaaa. Pero no puedo rezarle, pues estoy huyendo de Él... ¡ay!

Y aquellos hombres temieron sobremanera, y le dijeron:

—¿Por qué has hecho esto? —Porque ellos sabían que huía de la presencia de Jehová, pues él se lo había declarado.

Teodoro y su hijo sacaban cuentas. Habían partido con sobrepeso, más o menos unos 160 siclos. Cada oveja debería de pesar unos 55 a 60 siclos. Por lo tanto, eran tres ovejas o el forastero del sombrero grande. ¡No había donde perderse!

Y le dijeron:

—¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete? Porque el mar se está embraveciendo más y más.

Esa fue la gota que rebalsó el vaso. ¡Ahora lo culpaban a él!

Lo perseguía Jehová, todo se movía, había vomitado en su sombrero nuevo, se sentía infame, y ahora estos ignorantes lo culpaban a él por la tormenta. No hay caso, eso tenía que ser la venganza de Jehová. ¡Esas cosas sólo le pasaban a él!

Hizo lo que muchas veces había hecho, y de lo que siempre después se había arrepentido: dio rienda suelta a su neura.

—¡Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará!

No pensó que los pasajeros lo tomarían al pie de la letra, y en un dos por tres se vio volando por la borda hacia las embravecidas aguas.

Y temieron aquellos hombres a Jehová con gran temor, y ofrecieron sacrificio a Jehová, e hicieron votos.

* * * *

La nave había entrado al Mar Mediterráneo hacía apenas hora y media. El viaje desde la nodriza que orbitaba la Tierra había sido perfecto, y la entrada al agua se había realizado exactamente con una inclinación de 12° y a la velocidad justa, achicando lo más posible el escudo magnético.

Samuel, su comandante, estaba alegre ya que hacía lo que le gustaba. ¡Qué magnífica y qué vasta era la creación divina!

Tras él y en otro compartimento, Rafael y Abimael analizaban a través de sensores remotos todo el entorno marino. Algo andaba mal. Los peces grandes se comían a los peces chicos, pero los peces chicos no se multiplicaban con la suficiente rapidez, lo que llevaba a los peces grandes a depredar otras especies.

Esto en ese momento no tenía importancia, pero en unos 2.800 a 3.000 años más, cuando estos terráqueos se multiplicaran, ese pequeño desequilibrio ecológico podría convertirse en una tragedia. Había que dejar todo funcionando perfectamente bien antes de irse.

Salinidad: 0,25% bajo lo normal.
Presión a 50 metros: normal.
Temperatura: 1,7° bajo la norma (no importaba porque en los próximos 800 años aumentaría la radiación solar).
Luminosidad a 12 metros: 3.2% sobre la norma (¡eso estaba mal!).
Velocidad de las corrientes: normal.

Pip, pip, pip.

Era Samuel en el intercomunicador:

—¿Han guardado algún espécimen en el depósito?

—No todavía.

—Bueno, ahora van a tener que guardar algo.

—¿Qué?

—Un judío.

—¿¿Qué??

—Ese tal Jonás.

—¿Qué le pasa?

—Está en el agua, lo botaron de la barca.

—¡Noooo!

—¡Siii! y tenemos que apurarnos, que si no, se nos ahoga.

—Pero si aquí no tenemos acomodaciones para más gente.

—No importa, déjenlo en el depósito.

—Pero ahí está todo mojado, y ni siquiera hay donde sentarse.

—¿Tú crees que a él le va a importar mucho? ¡Te has fijado cómo viven! Además, se trata de salvar su vida.

—Recuerda que no podemos intervenir.

—Ese hombre es como nosotros, tiene tres implantes de los nuestros, y si no lo ayudamos se va a morir. ¿Qué decides?

—Bien, bien, pero tendremos que entrarlo por succión, y ese judío respira aire. Se nos puede ahogar.

—Si lo hacen rápido, no.

—De acuerdo.

—Coordenadas 347 y 063, subiendo.

* * * *

El pobre Jonás algo había despertado con el chapuzón, pero ahora el problema era mayor: se ahogaba.

Braceaba como podía, pero el mar embravecido lo subía y lo bajaba como a un corcho. No veía donde estaba, no sabía hacia donde nadar. El simple hecho de mantenerse a flote era ya casi imposible. Todo era agua y espuma.

¡Qué necio había sido tratando de esconderse de Jehová!

—Jehová, Dios de mi pueblo, Jehová Dios de Abraham, perdona mi desobediencia...

El mar seguía enfurecido.

Una ola lo tomó y después de elevarlo, lo sumergió uno o dos metros bajo la superficie. Perdió aire y tragó agua. Parece que el fin estaba cerca.

—Jehová, Dios de Israel, sálvame de ésta y me voy a predicar donde tú quieras.

Creyó que sus pulmones iban a explotar.

Braceó y pataleó con las pocas fuerzas que le quedaban, y logró llegar hasta el tan ansiado aire. Allí tomó otra ola que lo elevó dos o tres metros sobre la superficie.

Aprovechando su posición, trató de ver si había tierra cerca o por lo menos algo de qué agarrarse. Nada. Sólo a su izquierda notó algo gris plateado que se le acercaba.

¡Nooo!, esas cosas sólo le pasaban a él. ¡Ahora iba a ser devorado por un pez! ¡¡Qué idiota había sido al ponerse en la mala con Jehová!!

De repente, una corriente lo tiró hacia abajo. Sólo vio agua azul oscuro, espuma blanca, burbujas transparentes y algo plateado. Luego perdió la conciencia.

* * * *

—Lo tenemos dentro, junto a tres peces grandes y doce sardinas.

—Fuera el agua, y rápido.

—Tres atmósferas de presión de aire a la cámara.

—Agua saliendo.

—¡Pobre judío!

El desdichado Jonás había quedado boca abajo en el piso del depósito. Parece que no respiraba.

Abimael, que vigilaba lo que estaba ocurriendo en el depósito a través de su pantalla, se puso de pie con intención de dirigirse a la compuerta que unía la sala de análisis con el depósito donde se encontraba Jonás, pero inmediatamente se escuchó la voz de Samuel:

—¡No!, eso si que no.

—Pero es que no respira.

—Y si llega a respirar, te va a contagiar todas las plagas de su mundo. Deja. Los que hacen eso están preparados y vacunados. No es nuestra labor.

En ese momento, Jonás tosió botando agua por la boca y la nariz.

Rafael, que hasta ese momento sólo había mirado lo que estaba sucediendo, tomó la manga de Abimael y lo volvió a su silla, al mismo tiempo que oprimía un botón azul en el tablero.

La presión en el depósito aumentó otra atmósfera, pero ahora era oxígeno puro el que entraba por las toberas.

Jonás seguía tosiendo atorado, pero cada vez que aspiraba, litros de vivificante oxígeno entraban a sus pulmones.

Rafael inyectó más oxígeno.

—Oxígeno a 60%

—Súbelo, pero baja la presión.

—Oxígeno a 75%, y presión 1,8 atmósferas.

—Mantenlo.

Poco a poco Jonás se iba recuperando, ya sus ojos algo alcanzaban a ver. ¡Estaba en la barriga del pez!

—Bueno, ¿Y ahora qué hacemos con él?

—Deja que se recupere.

—¿Y después?

—Bueno, lo dejamos en alguna parte.

—¿Donde? ¿Lo tiramos al agua otra vez?

—No. ¡Con esta tormenta!

—Esperemos que se calme.

En eso estaban cuando desde dentro del depósito se escuchó:
«Me echaste a lo profundo, en medio de los mares,
Y me rodeó la corriente.
Todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí,
Entonces dije...»
—¡¿Qué pasa?!

—¡¡Está cantando!!

—¿Por qué?

—¡Qué sé yo!
«...Desde el seno del Seol exclamé,
Y mi voz oíste...».
—¡Pero este tipo tiene muy mala voz!

—¡Es horroroso!

—Es que así ora a Jehová.

—Pero ni siquiera rima.

—¡Pobre Jehová!

—Tiene locos a los encargados de escuchar por los implantes. La semana pasada se quejaron a Gabriel. Hace esto mismo cuatro o cinco veces al día.

—¿Qué hacemos? ¿Lo volvemos al agua?

—No, es un buen hombre y tiene una misión que cumplir.

—Supongo que no será cantando loores.

—No, pero aunque tú no lo creas, tiene una gran facilidad de palabra.

—Bien, entonces desconecta el audio.

A Jonás se le habían acostumbrado un poco los ojos a la oscuridad reinante, y ya algo veía en el interior del depósito.

Se asombró de estar vivo aún. Si su destino era morir tragado por un pez, ¡Ese maldito no se la iba a llevar tan fácil: pelearía hasta morir!

Tomó vuelo y las emprendió en contra del fondo del depósito, suponiendo que por ahí estaría la campanilla del monstruo.

—¡Samuel!... ¡Tu judío está pateando la compuerta!... ¡Va a romper el link del láser!

—¡¡Páralo!!

—¿Cómo, si no lo puedo tocar?

—¡¡Páralo!!

Por suerte, Rafael estaba un poco más calmado que Abimael, e hizo lo único que se debía hacer: abrió las válvulas del gas anestésico, precaución que los constructores de la nave habían tomado siglos antes, ya que en ese recinto, muchas veces era necesario manipular animales salvajes.

—¡Va Pentotal!

Jonás primero sintió el curioso olorcillo, y la agitación en que se encontraba lo hizo respirar profundo. Pronto sintió algo de sueño, y luego no supo más.

—¡Mira qué bien hiciste! —regañó Abimael—. Ahora tenemos a este judío adentro, y no podemos seguir con los experimentos.

—No exageres, es sólo por unas pocas horas, y perfectamente puedes seguir con los análisis que dependen de los sensores externos —dijo Samuel—. Deja para el final el examen de los ejemplares marinos.

—Sea, pero si despierta, más de algo nos va a romper.

—Déjalo dormir un rato para que se calme, y luego despiértalo.

—Voy a ir quitando el gas de a poco.

—Hazlo.

Después de toda esa agitación, el pobre Jonás durmió como un justo. Soñó con su niñez en Jerusalén, cuando acompañaba a su padre Amitai a bañarse al estanque de Betzata, donde por casualidad vio por primera vez a una mujer desnuda... ¡Otra vez esos malditos pensamientos!... ¡Así cuándo iba a hacer las paces con Jehová!...

Despertó agitado. ¡Aún estaba vivo, y ya había pasado una noche! Tal vez aún había esperanzas... Si tan sólo pudiera hacer vomitar al pez...

Siguió pensando, primero de espaldas en el suelo, y luego sentado.

—¿Hacia qué lado quedarían las fauces, y hacía qué lado estaría... ¡Ajjjj! ¡Otra vez esos sucios pensamientos!

¡¡No!!, lo mejor era la oración...
«Cuando mi alma desfallecía en mi
me acordé de Jehová,
Y mi oración llegó hasta ti
en tu santo templo...».
El cristal polarizado que dividía las dos habitaciones llegaba a vibrar. Tal vez Jonás no era muy entonado, pero su voz sobrepasaba los 20 decibeles.

—Despertó.

—¡Y está cantando otra vez!
«Los que siguen vanidades ilusorias,
su misericordia abandonan,
Más yo con voz de alabanza...».
Abimael miraba la pantalla con el volumen al mínimo, y no podía convencerse.

—Pero si es horrible, ¿todos aquí cantarán así?

—¡Cómo serán los coros!

Mientras cantaba, Jonás se iba dando cuenta del entorno que lo rodeaba. En la semipenumbra vislumbró unas cosas rectas que iban por arriba de la garganta del pez. Seguramente eran venas, pensó.

Si lograra romper alguna de esas venas. Posiblemente, el pez vomitaría y eso lo volvería a él al agua. Se puso de pie y comenzó a saltar. Le faltaban como 30 centímetros para alcanzar las venas.

—¡Está saltando! —reclamó Abimael.

—Déjalo, está bien que haga ejercicio.

—Pero es que está tratando de alcanzar los cables.

—Déjalo, están muy altos, es imposible que los alcance.

—¡Mira ese salto!

—¡Se colgó de la fibra óptica!

—¡¡Sácalo, que nos va a dejar sin control!!

La iluminación interior comenzaba a pestañear cuando Rafael atinó a soltar nuevamente el gas anestésico.

Jonás, entusiasmado, se revolvía haciendo contorsiones, tratando de poner más peso, y así cortar la vena del monstruo. Cuando ya creía que esto podía funcionar, sintió el mismo olorcillo de antes, luego sus músculos se aflojaron, y se fue de un viaje al suelo.

No alcanzó ni a decir ni ay, y un profundo sueño lo invadió.

Este acto se repitió por otras dos veces, lo que Jonás dentro de su ignorancia, interpretó como tres días y tres noches.

Cada vez que despertaba, las emprendía con violencia en contra de las paredes del submarino. Esto ya tenía bastante complicados a Samuel y su tripulación, los que no hallaban cómo deshacerse del intruso, hasta que finalmente el momento llegó.

—Está subiendo la presión atmosférica.

—Pregunta arriba.

—Ya pregunté, y me indican que en tres horas más, el frente habrá pasado.

—¡Alabado sea Jehová! Por fin podremos deshacernos de ese mortal.

—Ahora está oscuro, es imposible.

—Bien, entonces, déjalo dormir hasta el amanecer, así descansará el pobre. Luego ubicamos un lugar tranquilo, y allí lo dejamos.

—Sea, ¡Pero que no vaya a despertar! ¡Capaz que cante o patée!

Al día siguiente amaneció hermoso, y como a las 8 de la mañana, cuando el sol ya había aparecido totalmente, el submarino comenzó a acercarse a la costa.

—Estamos al norte de Arvatierra de los asirios, y allí hay una playa. Si lo dejamos, sólo tendrá que seguir caminando hacia el este. Con seguridad podrá encontrar una caravana que lo lleve a Asur o a Nínive, que es donde está su misión.

—¡Qué esperamos!

Lentamente comenzaron a acercarse a la playa.

Jonás hacía como quince minutos que había despertado de su tercer sueño de las últimas 24 horas.

Sentía un dolor de cabeza. Además le dolía el codo y el hombro izquierdo con los costalazos, y el dedo gordo de su pie derecho era una miseria, debido a los puntapiés descargados contra los costados metálicos del submarino.

Ya comenzaba a incorporarse para un nuevo ataque, cuando escuchó un ruido proveniente de las entrañas del monstruo. Luego se dio cuenta que por todos lados entraba agua de mar, y cuando el nivel de ésta ya llegaba al pecho, vio una luz.

Sus ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, no podían distinguir qué había más allá de la claridad, pero las ráfagas de aire fresco que entraban por donde estaba esa luz, que cada vez se agrandaba más, lo hizo darse cuenta que el pez estaba abriendo sus fauces.

¡Era ahora o nunca!

Corrió con todas sus fuerzas hacia la luz, tomó impulso y saltó.

—¡Saltó solo!

—Qué bueno, no hubo hubo necesidad de sacarlo a presión, con el agua.

—Ahora retrocede con cuidado, para no asustar a algún nativo que podría estar mirando y... ¡Sin encallar!

—Sé lo que hago. Llevo 700 años haciéndolo.

—No te enojes.

La nave, perfectamente conducida por Samuel, puso marcha atrás y desapareció en las profundidades del Mediterráneo.

Jonás estaba libre. Ni él mismo lo podía creer. Esa no la contaba dos veces. ¡Había que agradecer a Jehová! Comenzó a cantar:

«Los que siguen vanidades ilusorias, su misericordia abandonan. Más yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios; Pagaré lo que prometí. La salvación es de Jehová».
Para él hasta ahora, las oraciones eran sólo eso, oraciones. Es decir, palabras o cánticos que uno decía aquí, y que Jehová escuchaba allá, y que probablemente después Él agradecería. Por lo tanto, cual no sería su sorpresa, cuando oyó clarito en su oreja derecha:

—Levántate y ve a Nínive, aquella gran ciudad, y proclama en ella el mensaje que yo te diré.

Bueno, más claro no podía ser.

Y se levantó Jonás, y fue a Nínive conforme a la palabra de Jehová. Y era Nínive ciudad grande en extremo, de tres días de camino.

Y comenzó Jonás a entrar por la ciudad, camino de un día, y predicaba diciendo:

—De aquí a 40 días, Nínive será destruida.

Parece que el auto-convencimiento de Jonás era tal, que unido a la potencia de su voz, dejó convencidos a los asirios, a tal punto que como dicen las escrituras: «Los hombres de Nínive creyeron a Dios, y proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos».

Además, «La noticia llegó hasta el rey de Nínive, y se levantó de su silla, se despojó de su vestido, y se cubrió de cilicio, y se sentó sobre ceniza», la que espero que haya estado apagada.

Para hacer el cuento más corto, les diré que gracias a su arrepentimiento se salvó Nínive, lo que hará suponer a ustedes que contentó mucho a Jonás, y que de ahí en adelante vivió feliz. Pues no.

Le bajó otra vez la neurastenia, pues estimó que Jehová era demasiado clemente. ¡Habráse visto! Y se enfrascó en otra discusión con Él, al respecto. Llegó hasta a decirle:

—Ahora pues, Oh, Jehová, te ruego que me quites la vida; porque mejor me es la muerte que la vida.

Por suerte que Jehová era Jehová y no un marinero fenicio, así que pacientemente le contestó:

—¿Haces tú bien en enojarte tanto?

Jonás siguió discutiendo, al igual que lo hacen en nuestros días algunos religiosos que intentan enmendarle la plana a Dios.

La Historia Sagrada no nos cuenta dónde terminó Jonás, pero yo creo que debe estar junto con algunos papas y arzobispos.

Tal vez deben estarse quejando de que hace mucho calor.

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